domingo, 31 de julio de 2011


Pero sé que ella lo vio, estoy seguro. La imagen de su inocencia ante la revelación febril de Dios, era tan sofocante como su misma presencia ante mí. No pude soportarlo más, cedí ante el impulso que tuve para abrazarla. Su cuerpo era frágil, no ofreció resistencia. Con la habitual expresión de sufrimiento se entregó a mis brazos. La olí. Era un aroma de indefensión, delicado, intoxicante. Besé su rostro con suavidad. Mi relación con ella descubrió un nuevo extremo, cuando comenzó a disfrutar de mi compañía. Pude verla sonreír un día, cuando escuchábamos a Rachmaninov en mi refugio, yo le invitaba un chocolate, Amelia dormía en la cama. Sus dientes eran tersos, perfectos, sin embargo algo en su rostro no cambiaba, seguía sufriendo por dentro. La abracé, comencé a tocar su espalda.

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